Ojalá que no se acaben las piedras

RODRIGO ORTEGA

Desde que empezamos a publicar este periódico, observo cómo los latinoamericanos constituyen una comunidad extremadamente dinámica. Y ello, no sólo por el hecho que cohabitamos en Montreal unas cien mil personas provenientes de más de veinte países de habla hispana. No. El dinamismo a que aludo dice relación con un fenómeno más cualitativo que cuantitativo. 

Es enorme la variedad de eventos sociales, políticos y culturales organizados por latinoamericanos que se llevan a cabo día a día en Montreal. La constatación que precede no tendría nada de relevante si no fuera por lo que afirmaré a continuación (y que tampoco tiene nada de relevante). Al parecer, la preservación de la cultura latinoamericana la encarnamos de manera intensa, casi visceral, quienes venimos de esos países. ¿A qué obedece este fenómeno? La respuesta puede tener múltiples aristas y no es nuestro objetivo aventurarnos en esos senderos.

No obstante, quisiera, sí, traer a colación una conversación que tuve, hará de esto unos treinta años,con el responsable de la Biblioteca Mile-End, un señor de origen vietnamita. En la oportunidad, lo crucé en la sección infantil de libros en español. Me vio con unas obras en la mano para mis hijos y me dijo: “Es impresionante cómo los latinoamericanos se apegan a su idioma y a su cultura”. A lo que respondí: “Debe ser lo mismo con otros grupos de inmigrantes”. “No —me dijo— tengo la impresión que en el caso de ustedes es más fuerte”.

Después desviamos s un poco la conversación y me dijo que es muy importante que los niños consoliden su primera lengua pues con posterioridad tendrán un mejor dominio de otros idiomas.

Una piedra en un banco del parque

Pero volvamos a la cultura. Hace unas semanas, en el parque Lafontaine, hablé con un percusionista que golpeaba con una piedra un banco mientras alguien tocaba un ritmo latino en la guitarra. 

“Suena bien la piedra”, le dije. “Sí”, me respondió. El golpeteo seco y certero sobre el banco me trajo a la memoria otro sonido: aquél que emitían niños pobres cuando subían a los buses del transporte colectivo allá en mi ciudad natal, Santiago de Chile. Con una pequeña piedra y sentados en los peldaños de la bajada trasera del vehículo, percutían el metal al tiempo que cantaban a los pasajeros una cumbia, una guaracha o cualquier ritmo de raigambre popular.

Hoy, mientras redacto este editorial, me pregunto: ¿Será ese golpeteo sobre un banco o sobre el metal de un bus el resumen de lo que denominamos la “cultura latinoamericana”?

¿Será ese sonido el resumen de cualquier cultura?

La evocación que produce un sonido tan elemental, capaz de alegrar, de tocar las fibras más profundas del ser humano, ¿será ese golpeteo atávico que nos lleva tan lejos, será eso lo que buscamos en libros, en espectáculos, exposiciones y conferencias sobre nuestros países?

¿Será eso lo que nos recuerda que allá en el Sur la gente está creando con una simple piedra en la mano?

Ojalá que no se acaben las piedras.