Controlar cómo se visten las mujeres

JAVIERA ARAYA

Cuando yo iba a las escuela, nos revisaban que nuestros “jumper” una especie de vestido grueso sin mangas que constituía el uniforme escolar nos tapara una parte de las piernas considerada aceptable. Una profesora nos hacía ponernos en fila y revisaba, una a una, que el jumper no llegara hasta más arriba de la medida de una mano por sobre la rodilla, medida que según la política de la escuela traducía el nivel de decencia de la alumna y resguardaba la reputación del establecimiento educacional como un lugar de estudio y no de exhibicionismo.

Si por alguna razón el jumper dejaba ver más muslo que lo aceptable, la profesor a procedía a descoser la costura para alargarlo, o debíamos llevar una nota a nuestras casas para que nos consiguieran otro que, este sí, salvaguardara nuestra decencia y la reputación de la escuela.

El proceso era autoritario, humillante y aterrador. Por distintas razones, algunas de nosotras preferían tenerlo más corto, y otras más largo. En todos los casos, como el famoso jumper no era barato y se usaba en escuelas públicas y gratuitas, algunas familias apostaban por la duración de la prenda, esperando que una usara el mismo jumper por toda la educación secundaria. Sin embargo, las leyes de la transformación de la materia tienen un límite y, cuando yo cumplí los 17 años, el jumper que a los 12 años me llegaba debajo de la rodilla no sólo estaba más transparente de tanto lavado, sino que también me quedaba mucho más corto y apretado. En 5 años, yo había pasado de lucir como un cómodo y mojigato saco de papas, a parecer una especie de embutido de jumper corto, indecente y amenazante para la reputación de la escuela. Luego de la revisión, el último año de escuela, mi mamá tuvo que comprarme un jumper nuevo.

Estos episodios de revisión y de control de cómo una está vestida no se acabaron con mi educación secundaria. Ni para mí ni para mis compañeras ni, como se ha comprobado con los debates en la prensa estas últimas semanas, para las mujeres del mundo. No sólo las instituciones encargadas del control – como mi profesora – interpretan a su manera lo que una se pone, descartando lo que una misma piense, sino que también nos imponen la manera de vestirse que ellas consideran correcta. Vimos pasar esta semana la imagen de unos policías forzando a una mujer a desvestirse en Francia porque estaba usando una prenda de ropa que éstos consideran ofensiva e incorrecta (un “burkini”, al que asocian erróneamente con terrorismo), y me pareció al menos paradójico cómo, en este caso, se aplica el mismo principio, ya sea para forzar a las mujeres a taparse o a destaparse. A fin de cuentas, que sea en el nombre de la decencia o de la liberación, el control de cómo se visten las mujeres confirma que la sociedad no las considera personas capaces de decidir y de producir interpretaciones propias de la forma en que se visten, sino que solo como objetos pasivos portadores de mensajes en sus ropas cuyos sentidos decencia o indecencia, opresión o liberación son definidos por otros que no son ellas.