Cuando la escuela es un privilegio

Foto: Stéphane Lavoie

JAVIERA ARAYA

Cristina (nombre ficticio) tiene 8 años y vive en Montreal. Hoy está muy contenta porque, a pesar de que ya son dos años desde que cumplió la edad mínima para entrar al primer año de la primaria, va a ir a la escuela. “¿Estás segura de que quieres empezar la escuela? Van a haber tareas y vas a tener que levantarte temprano todas las mañanas”, le pregunto con curiosidad porque ella es quizás la niña más feliz que he visto en su primer día de clases. “¡Sí!”, me contesta apurando el paso para que lleguemos pronto a la escuela. Cuando llegamos, Cristina se va contenta de la mano de la educadora que viene a buscarla para llevarla a la sala de clases, luego de hablarle un poco en francés para verificar, supongo, que podía comunicarse con ella. Junto con la mamá de Cristina, yo me quedo en la oficina de la recepción de la escuela para resolver la inscripción de Cristina.

Algo que para la mayor parte de quienes habitan en Montreal es un trámite banal, para la mamá de Cristina es un tormento, puesto que el Ministerio de Inmigración le ha rechazado todos sus intentos por tener papeles migratorios desde que llegaron hace seis años huyendo de la violencia en su país de origen. Cuando la secretaria de la escuela nos pide los documentos de la niña, tragamos saliva y entregamos los papeles que habíamos reunido, esperando que no hagan muchas preguntas.

En realidad, el caso de Cristina en la escuela es menos complejo de lo que podría ser. Ella nació en Montreal y, por tanto, tiene la ciudadanía canadiense (y un certificado de nacimiento para comprobarlo).

Sin embargo, no es el caso de sus padres, quienes no tienen papeles migratorios y diariamente se enfrentan al riesgo de ser arrestados y deportados a su país de origen. Si la mamá de Cristina me mira con miedo en la oficina de la escuela, es porque sabe que en cualquier momento, y como en el resto de su vida sin papeles en Canadá, las cosas pueden salir mal.

Dar la dirección de su casa es un riesgo. De hecho, hasta hace muy poco la mamá de Cristina no sabía que podía inscribir a su hija en la escuela. Sin acceso al sistema de salud, sin acceso a prestaciones sociales y después de haber, en vano, llenado infinitos formularios y aplicaciones costosas para regularizar su situación migratoria, que Cristina pudiera ir a la escuela fue uno de los pocos descubrimientos afortunados de sus padres.

Efectos secundarios

Ese día, no solo Cristina comenzaba una nueva etapa de su vida. A pesar del miedo que le causó el proceso de inscribir a su hija en la escuela, su mamá podría trabajar mientras Cristina estuviera en la escuela, complementando el salario de su esposo en una planta donde trozan carne de cerdo, ubicada en las afueras de Montreal.

María (otro nombre ficticio), de 17 años, no tuvo tanta suerte como Cristina y nació en un lugar que se encontraba ubicado en el lado menos favorable de la frontera. Puesto que ella misma no tiene papeles de migración, no entra en ninguna categoría legal que le garantice el acceso a la educación gratuita.

Seis mil dólares anuales 

En realidad, las leyes provinciales de educación – de competencia provincial – definen restrictivamente el conjunto de menores que tienen acceso a la educación primaria y secundaria gratuita, excluyendo de facto a todos esos niñas y niños que se encuentran en una situación precaria de inmigración.

Las comisiones escolares, encargadas de administrar la educación en la comunidad, exigen que las familias que no puedan probar un cierto estatus de residencia deban pagar alrededor de 6 mil dólares anuales para poder enviar a las y los niños a la escuela. Una suma inalcanzable para quienes trabajan por el salario mínimo (a veces menos) y bajo la constante amenaza de ser detenidos y deportados. María – gracias a la intervención del comité Éducation sans Frontières – pudo ir a la escuela. Largas gestiones con el personal de la escuela, así como con la comisión escolar de su barrio, lograron que María pudiera inscribirse.

Este tipo de gestiones, sin embargo, se basa en la buena voluntad y no alcanza para todos los niños y niñas que, en razón de su estatus migratorio, simplemente no pueden ir a la escuela en el Quebec. Por cada niño o niña que el comité Éducation sans Frontières logra inscribir, muchos probablemente siguen en sus casas, con miedo y aislados. María me cuenta, en todo caso, que su situación está lejos de estar resuelta. Como no tiene tarjeta RAMQ (seguro médico), no puede ir a los paseos con sus compañeros de curso y tiene constante miedo de ser capturada y llevada al centro de detención en Laval.

Quebec atrasado 

Contrariamente a la situación en otras provincias de Canadá, en Estados Unidos o en Europa, pareciera que en Quebec – cuando no se tienen papeles migratorios – ir a la escuela es un privilegio, y no un derecho. A pesar de que la Protectrice du citoyen en el 2014 denunció el carácter discriminatorio del acceso a la educación en la provincia y que el gobierno provincial había anunciado un cambio legislativo al respecto, la situación se mantiene igualmente alarmante y no ha habido cambios al respecto.

Modificar la ley

El miércoles 28 de septiembre, una moción fue adoptada por la Asamblea nacional para cambiar esta situación, y veremos si se modifica efectivamente la Ley sobre la Instrucción Pública para garantizar el acceso a la escuela a niños y niñas sin papeles.

No existen cifras oficiales respecto a cuántas personas viven en Canadá sin papeles, pero es posible sostener con seguridad que estas aumentaron luego de las políticas antiinmigrantes de la era Harper. Que en Quebec ir a la escuela sea un privilegio y no un derecho es una excepción en el contexto de América del Norte, e incluso las opiniones más conservadoras reconocen al menos el carácter socialmente positivo de la escolarización de la población. Por el momento, muchos niños y niñas no pudieron participar en el comienzo del año escolar en Quebec. Si a Cristina o a María no las hubiera ayudado una organización de buena voluntad, ellas se hubieran quedado en sus casas.